“- Ay, ay, ay, mami, cuanto nos peleamos últimamente– Me dice Sergio abrazándome, después de haber discutido.
– Sí cariño, últimamente nos peleamos mucho-Le contesto con voz tristona.
– Pero yo no quiero pelear contigo mami, yo te quiero mucho– Me susurra dándome besos.
– Yo tampoco mi amor, la próxima vez intentare no gritarte, perdóname– Le digo amorosamente.
– Y yo intentare escuchar lo que me dices. Te quiero mami– Me contesta mirándome a los ojos.”
Son esas conversaciones las que me llegan al alma y me reconfortan el corazón.
Ahí es cuando me doy cuenta de que Sergio se va haciendo mayor, y paradójicamente su hacerse mayor es directamente proporcional a mi “hacerme pequeña” ante determinadas cuestiones. Porque lo cierto es que nadie, ni nada me da la seguridad que estoy buscando en cuanto a la educación de mis hijos y su futuro en la vida.
Y es difícil aceptar que hago lo que puedo, que me muevo por la intuición en muchas ocasiones y que a lo mejor estoy fallando o más bien equivocándome en su día a día. Y sobre todo es difícil aceptar la soledad de determinadas decisiones tomadas, porque ciertamente esa aceptación supone tomar la responsabilidad única de lo que acontece en sus vidas, y eso sí que me genera miedo, miedo a que el día de mañana no entiendan que lo único que he tratado es de formar a dos personas integras, que sepan disfrutar, pero que también sepan que hay que ser responsables, personas con valores, con inquietudes, personas que sepan hacer frente a la vida, personas que cuestionen sus creencias, y que busquen aquello que les haga feliz. Personas que sepan que tendrán en función de lo que den, que sepan que el único motor que mueve en la dirección correcta es el del amor, personas que sepan agradecer, pero también que sean humildes y sepan pedir cuando lo necesiten, personas que sepan ponerse en el lugar de los demás, que sepan escuchar, pero también que sepan compartir sus emociones…
Y en este quehacer diario, muchas veces me pierdo en el camino, en la auto exigencia de conseguir todo eso que quiero para ellos, pero también me pierdo en la exigencia hacia ellos de que aprendan todo eso que les intento enseñar. ¿Y sabéis cual es la paradoja de todo este tema? que cuanto más les exijo, más me alejo de conseguir el objetivo: que sean felices.
Así que me propongo volver a encontrar el camino cada vez que me pierda, e intentar que lo encuentren ellos, me propongo aceptar que lo hago lo mejor que puedo, y que ellos lo hacen de la única forma que saben. Me propongo no juzgarme ni juzgarlos, y sobre todo me propongo disfrutar del camino que nos queda por recorrer.