“- Mamá, no apagues la luz, “jopetas”– Me incrimina Nacho al acostarlo
– Si, mamá apágala, que no puedo dormir– Ronronea Sergio haciéndose el dormido.
– Pero cariño, no vas a dormir con la luz encendida, con lo mayor que tú eres– Le digo dándole un beso de buenas noches.
– Es que tengo miedo, mami– Responde abrazándose a mi fuertemente.
– Pero si estoy yo aquí, durmiendo a tu lado, miedica– Le dice su hermano en tono burlón.
– Sergio, ¿te recuerdo lo que me decías hace un año sobre la luz?– Recrimino al hermano mayor.
– ¡Oye!- Dice Nacho,- Tengo miedo ¿Pasa algo?, ¿Es malo tener miedo? ¡NO!, pues a callar y a dormir, buenas noches mamá.”
De cómo una vez más el emoticono de sorpresa se queda corto ante el asombro que me produce a veces las respuestas de mis hijos.
Y es que la pregunta de mi hijo “¿Es malo tener miedo?” y su respuesta “NO“, me la tendría que hacer y consecuentemente responder cada día que me levanto. Porque no os voy a mentir, pero con toda la revolución interior que llevo, con mi nuevo proyecto profesional en mente y con la presión de que ya no me puedo dormir en los laureles y tengo que empezar a actuar, el miedo es mi compañero de viaje, con el que convivo más tiempo que con mi propio marido.
Y según he aprendido últimamente, el miedo es una de las emociones más básicas y necesarias del ser humano y que cumple un papel fundamental: la supervivencia. Sin miedo viviríamos de forma temeraria y pondríamos en peligro nuestras vidas. La hemos tachado de emoción negativa, aunque nos proteja, simplemente porque nos hace sentir mal.
Pero lo cierto es que no es este tipo de miedo el que convive conmigo, sino el miedo que nace dentro de mí, un miedo a no atreverme, a no lanzarme, miedo a no ser capaz, a no ser suficiente, miedo a fracasar, un miedo que me paraliza en ocasiones, que me genera ansiedad y que encima… hace que me sienta culpable.
Y me echo las manos en la cabeza, cuando escribo esto, porqué ahora me doy cuenta de que a pesar de que me coja cada mañana de la mano, ya no lo veo con los mismos ojos, porque ahora soy consciente de que está ahí, y de que viene conmigo, pero no es mi enemigo y por tanto no tengo que luchar contra él, sino más bien aliarme.
Me he dado cuenta de que la mayoría de mis miedos son imaginarios, no son reales, y según un estudio que se hizo en, no sé dónde y no sé quién (no os quiero engañar) solo el 2% de los miedos que existen en nuestra mente se hacen realidad, por tanto una vez más es mi mente la que me sabotea, y no el miedo en sí.
Por eso ahora le saludo cada mañana: “Buenos días miedo, a ver a que nos vamos a enfrentar hoy” y sigo en el camino, a veces ando más rápido, y otras más lento, pero siempre hacia delante, con la mirada en un punto fijo.
Y cuando me habla le contesto: “Gracias miedo por intentar protegerme, mantenerme segura, pero esto lo tengo que hacer” y entonces me pongo a ello, y conforme voy actuando, va bajando la intensidad de su voz.
Y cuando me grita le susurro: “Te entiendo, hace mucho tiempo que vives conmigo, te he obedecido en muchas ocasiones, pero ahora no es el momento” y llevo a cabo aquello que se desde el corazón que tengo que hacer.
Y cuando me atrapa le acepto porque forma parte de mí, de mi naturaleza, de mi persona, de mi esencia, y suelto mi escudo y mi espada, y me paro a sentirlo, porque a partir de ahora quiero actuar con mis emociones “conflictivas” de la misma forma que con mis emociones “positivas”, ya que todas me sirven para entender como orientarme en la vida, para saber que evito y a que me quiero acercar, en definitiva para VIVIR desde el corazón.